LA ESCUELA EXIGE MÁS SACRIFICIOS
A LOS CAMPESINOS
Francisco Carranza Romero
Francisco y algunos familiares en Lima, junio de 2017
Educarse es seguir el proceso.
El ser humano sincero, desde tiempos antiguos no se siente autosuficiente, necesita a alguien como referencia o guía para comprender su mundo (espacio, tiempo, cultura). Los que comprenden mejor el mundo son los que logran la superación física, mental y espiritual. Este proceso de maduración mental y espiritual en el hogar, en la escuela y en la sociedad diferencia a unos de la gran mayoría.
Desde que la educación se escolariza comienza la diferenciación porque intervienen muchos elementos: docente, alumno, currículo, local, material didáctico y documento del proceso alcanzado.
Todos sabemos que las escuelas se abren primero en los palacios. Los mejores locales escolares son construidos en las ciudades. Los materiales didácticos (libros, laboratorios y equipos de multimedia) también están más al alcance de los citadinos.
Por esta diferenciación, los pobladores de las áreas rurales, los campesinos, tienen que enviar a sus hijos -algunas veces en edad infantil- al pueblo donde hay escuela. Los padres y los hijos del campo sufren este doloroso desgarramiento familiar por optar la educación escolarizada como única opción de superación. En ese proceso de la escolarización muchos desertan; pocos continúan hasta donde pueden. El citadino común no comprende ni se imagina este sacrificio porque todo lo tiene cerca.
Por esta diferenciación, los pobladores de las áreas rurales, los campesinos, tienen que enviar a sus hijos -algunas veces en edad infantil- al pueblo donde hay escuela. Los padres y los hijos del campo sufren este doloroso desgarramiento familiar por optar la educación escolarizada como única opción de superación. En ese proceso de la escolarización muchos desertan; pocos continúan hasta donde pueden. El citadino común no comprende ni se imagina este sacrificio porque todo lo tiene cerca.
Los docentes, en su gran mayoría, no son misioneros de la educación; son personas que prefieren laborar en las ciudades donde hay comodidades y ventajas. Sin un buen incentivo no hay la motivación para laborar en las áreas rurales; peor, si éstas quedan muy distantes de las urbes. Sin embargo, a pesar de estas enormes desventajas, hay estudiantes del campo que, haciendo grandes esfuerzos, tratan de cumplir las etapas del proceso escolar.
La escolarización es rito y tortura.
“La educación es hoy la versión contemporánea de la piedra filosofal (Alquimia)... Es el procedimiento mediante el cual los metales ordinarios son amasados a través de sucesivas etapas hasta que brillan como el oro puro… Hoy, la fe en la educación se ha convertido en una nueva religión mundial”. (Iván Illich: Discurso ante la Asamblea Mundial del World Council of Christian Education, Lima 18 de julio de 1971).
La escuela, como dice Illich, se ha convertido en el templo que transforma a los seres humanos. “Extra eclesiam nula salus est” fue el principio usado por los evangelizadores cristianos. Ahora podemos decir: “Extra scholam nula salus est” (Fuera de la escuela no hay salvación). “Todo el poder terrestre va rumbo a las manos de la minoría educada” (Iván Illich, texto citado). Si los certificados, documentos de poderes mágicos dentro del mundo burocrático, sólo sirviesen para reconocer los logros escolares alcanzados, qué bien; pero, desgraciadamente, sirven también para diferenciar a los que tienen los certificados de los que carecen de éstos. La escuela, así, es una institución diferenciadora y hasta discriminadora.
El poeta César Abraham Vallejo Mendoza (1892 – 1938) narra su dolorosa experiencia andina, ya que tuvo que abandonar su hogar para ir a otro pueblo a continuar el rito escolar. En su pueblito no había un colegio.
“Lánguidamente su licor.
-Y mañana, a la escuela -disertó magistralmente el padre, ante el público semanal de sus hijos.
-Y tal, la ley, la causa de la ley. Y tal también la vida. Mamá debió llorar, gimiendo apenas la madre. Ya nadie quiso comer. En los labios del padre cupo, para salir rompiéndose, una fina cuchara que conozco. En las fraternas bocas, la absorta amargura del hijo, quedó atravesada”.
La experiencia de César Vallejo es conmovedora: La madre acepta la separación del hijo soportando el llanto, pero gimiendo en su interior. El padre, después de pronunciar la dura decisión, no puede sacar la cuchara que había entrado en su boca. Los hermanos y César sienten la amargura y dureza de la vida. Todo este sacrificio por la escuela se sigue repitiendo.
Yo también tuve que abandonar mi familia y mi comunidad (Quitaracsa, a 3300 snm, ubicada, departamento de Áncash, Perú) a tierna edad porque mi escuelita era sólo hasta el Segundo Año de Primaria. Saboreé el trago amargo de la escolarización. Mis padres y hermanos mayores acordaron enviarme a Caraz (capital de la provincia de Huaylas, a dos días de viaje por camino de herradura hasta la carretera; de allí a dos horas en carro) porque querían que yo continuara los estudios para no ser otro peón de la hacienda.
Mi comunidad había sido registrada en las notarías por unos vivos que, denunciando la tierra como abandonada, se creían dueños de tierras y pobladores. Mi recuerdo infantil: mi abuelo materno, mi padre y mi hermano mayor perseguidos y maltratados por los gendarmes enviados por las autoridades judiciales y policiales. ¿La causa de las persecuciones?: Decir que la tierra era nuestra desde hacía miles de años aunque no tuviéramos el título de propiedad. La proclamación de la independencia del Perú, 28 de julio de 1821, no benefició a los pobres campesinos quechuas que siguieron pagando tributos y sufriendo la invasión de sus terrenos.
Ahora les comparto mi primera despedida por tener que ir a la escuela lejana.
“¡Aywallaa mamay!” (¡Mamita, ya me voy!)
Me despido desde la puerta de la cocina. Ella alza la cabeza: Shumaqlla ayway (Que te vaya bien). Pero, pronto se agacha. Sólo nos vemos por un segundo. Está muy ocupada. Está lavando y enjuagando los mates, cucharas y ollas. Sin embargo, apenas yo desaparezca, el manantial de sus ojos se desbordará.
Si me despidiera tocándola, sintiéndola; ella me abrazaría fuerte; y yo ya no me arrancaría de ella. Ambos lastimaríamos nuestros frágiles corazones; derramaríamos más líquido sobre los mates y ollas.
Ahora, ya septuagenario, recurro a la razón: Imposible, mamá, volver a ti. Al nacer ya inicié el camino. Soy producto del largo viaje.
Sin embargo, sueño mucho con las despedidas. Cuántas veces digo desde cerca, desde lejos: ¡Aywallaa mamay! ¡Aywallaa mamay!
Nuestras lágrimas riegan el borde del camino. Estamos regando nuevas plantas.
La escuela no es una panacea, pero es una esperanza.
A pesar de los sacrificios de los pobladores que viven lejos de las urbes, la escuela cambia la sociedad cuando la praxis laboral se basa en la sana meritocracia. Los pobres, gracias a la educación, mejoran sus condiciones. La buena escuela, aunque no sea una panacea, desarrolla la revolución pacífica que el mundo necesita; está contra la depredación de la naturaleza; promueve la fraternidad y la interculturalidad que supera la clasificación de cultura oriental vs. cultura occidental; construye la sociedad inclusiva sostenible.
Sin embargo, también debemos aceptar que de la escuela egresan ciudadanos de toda laya: solidarios e individualistas, honrados y ladrones, veraces y mentirosos, laboriosos y haraganes, generosos y egoístas, constructores de utopías y destructores de sueños, demócratas y dictadores, idealistas y pragmáticos, leales y traidores…
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